Una lágrima se convirtió en prólogo de llanto aparentemente infinito, pero tan sólo bastaron tres minutos para que milagrosamente, de pronto, todo ese desconsuelo se convirtiera en una gran explosión de carcajadas, un acto espontaneo que tarde o temprano tenía que aparecer, una transición totalmente involuntaria. Debía reírme... si, risotada dolorosa, fiesta agonizante de una nueva tragedia.
No podía detener la risa, risa que dolía, gesto implacable, mucho más doloroso que cualquier sollozo, rabieta o queja. Después de tantos años de dolor, mi patetismo superaba con creces al sufrimiento, tanta mala elección se merecía un homenaje.
Sin público, sin ensayos, por fin, conocía al payaso real dentro de mí. Una revelación que estallaba dentro de mi pecho. Era para volverse loco... sin embargo, tras esa barricada en la que mueren todos menos uno, en esa revolución circense, seguía en pie y más cuerdo que nunca.
Yo", payaso despojado de alma, con la nariz roja arrancada de cuajo y "desposeído de todo maquillaje", me coloqué frente al feroz espejo de la realidad, allí pude observar al actor desnudo...
Desde ese pequeño balcón introspectivo, mi corazón hecho trizas ayer, "hoy" son partículas irreconocibles dentro de un reloj de arena.
Por lo que... habrá que darle la vuela y que comience de nuevo la función. El tiempo ya se encargará de agotar el cronógrafo, apagar las luces y bajar el telón. Hasta entonces la curiosidad de saber cómo acabará la historia de mi vida "es mucho más fuerte" que mis ganas de tirar la toalla.
Gracias payaso, gracias por seguir ahí, gracias por darme la oportunidad de decir "todo aquello que siento", de expresar mis pensamientos con libertad y por obsequiarme con la valentía de volverme a equivocar por amor. Amor, redentor de valientes. Amor, tirano de cobardes.
Nos volveremos a ver, estoy seguro, espero sea en Venecia.